Del libro “El Diosero” de
Francisco Rojas González.
Fue entre los chinantecos
esos indios pequeñitos, reservados y encantadoramente descorteses, fue en
Ixtlán de Juárez en lo que llaman el Nudo de Cempoaltépetl. Escogimos Yólox
como el sitio ideal para instalar nuestro laboratorio de antropología. En torno
de Yólox todos los viernes bajan los indios dispuestos a jugar en el “tianguis”
su doble caracterización de compradores y vendedores, en un comercio de trueque
animado y pintoresco: sal, por granos; piezas de caza por retazos de manta;
yerbas medicinales a cambio de “rayas” de suela para huaraches…
Ahí posesionados de la
escuelita abandonada, dispusimos nuestro aparato técnico. La primera semana iba
pasando entre nuestra inquietud y las protestas de los europeos que formaban
parte de la expedición, pedían proceder a punta de bayoneta si era necesario,
puesto que los chinantecos no se dejaban estudiar. Los mexicanos temblamos sólo
al pensar lo que eso significaría con los levantiscos chinantecos.
Después de lograr analizar
el primer caso (báscula, pruebas sanguíneas y metabolismo basal) y notar mayor
comprensión y hasta simpatía para nosotros, las cosas se complicaron gravemente
con un hecho insólito, con algo nunca escrito en los anales centenarios de
Yólox ¡Había pasado un avión!. El pasmo entre los indios fue terrible, cuando
el visitante ingrato se perdió entre las nubes y la distancia, los indios
acosados por el terror vinieron a nosotros. Entonces el local resultó
insuficiente, -es un aparato que vuela- dije -, el intérprete aunque incrédulo
repitió mis palabras. –No nos creas tan dialtiro…A poco crees que semos tus
babosos. Incrédulos salieron del laboratorio, algunos, especialmente las
mujeres lo hicieron en forma violenta, otros con ojos rencorosos. Solo quedó
frente a nosotros una familia, triste, enferma y acongojada. Era una familia de
tres miembros. El diagnóstico resultaba fácil entre los evidentes síntomas:
todos eran presas del paludismo, pero para nosotros, más que enfermos, aquellos
miserables, eran sujetos de estudio, ante su asombro los estudiamos.
Cuando hubimos satisfecho
todos los complicados cuestionarios, los dejamos descansar, luego les di un
frasco de quinina en comprimidos (para aliviar el remordimiento del engaño).
Cuando la familia de palúdicos pasó por la plazuela, la gente abrió valla
temerosa de contaminarse, más que del paludismo, de aquello que hubieran podido
adquirir del trato con nosotros.
Mis compañeros los europeos
se desesperaban, así que decidí ir a hablar con el viejo intérprete, el único
con una influencia determinante entre los suyos. Lo encontré en su choza con
una actitud soberbia, defensiva, cáustica; tuvo para mí frases cortantes. Yo
hable mucho pero al finalizar dijo: -Ellos, mi gente, se han dado cuenta… y
antes de permitir que lo que ustedes traen entre manos se cumpla, les ponemos
dos horas para que abandonen el pueblo (los indígenas pensaban que los estudios
que les querían hacer era para engordarlos y llevarlos como comida del animal
que había pasado por los cielos, el avión).
No esperamos el lucero,
salimos bajo el cobijo de las tinieblas. Al amanecer a la vuelta de una vereda
nos encontramos a la familia enferma, -¿Qué hay muchachos, les probaron las
medicinas?-. El hombrecito, por toda respuesta, separó el cuello de su camisa
para mostrarnos un collar de comprimidos de quinina bermejos y brillantes, la
mujer hizo lo mismo, igual que la muchacha –El mal ya no se nos acerca, le
tiene miedo al sartal de piedras milagrosas.
A partir de aquel instante,
ya nadie habló de la ingratitud de los indios, hubo sí, imprecaciones e
insultos para aquellos hombres y aquellos sistemas que al aherrojar los puños y
engrillar las piernas, chafan los cerebros, mellan los entendimientos y anulan
las voluntades, con más saña, con más coraje, que el paludismo, que la
tuberculosis… Y los pinos, el cenzontle y la vereda aprobaron a una.